sábado, 16 de febrero de 2013

DOMINGO MARTÍNEZ LUJÁN, UN POETA RUBENDARIANO DE LA BOHEMIA PERUANA






Un 16 de febrero de hace 80 años partió hacia la eternidad un poeta, un bohemio, andante infatigable de la anécdota viva de antaño, de los cafés nocturnos, de las redacciones de oro, de las crónicas crudas pero liricas que hacían del género una obra maestra. Domingo Martínez Luján nació un 20 de diciembre de 1875, y murió el 16 de febrero de 1933, a los 57 años.
Desde muy joven escribió en la revista La Neblina que dirigía por entonces el poeta modernista José Santos Chocano. Tampoco dejó esperar su admiración por el nuevo periodismo que ejercía José Carlos Mariátegui, en entrevista que el propio “Amauta” (de tan solo 21 años) le hiciera para “El Tiempo” el 19 de diciembre de 1916.
“Admiro a toda la juventud. Han traído ustedes al periodismo un espíritu, una técnica, una manera completamente nuevas. En mi época se desconocían la espiritualidad y la gracia que ustedes saben dar a sus artículos. Esas informaciones que no son precisamente informaciones y que abandonan el suceso actualista para buscar el aspecto permanente de las cosas, tienen una originalidad y una belleza enormes”.
Así fueron de talentosos los maestros de la palabra, personajes despojados de la ambición materialista, y que en su lugar trazaron el verdadero valor del hombre, basados en la espiritualidad, y en la belleza de la voz escrita y hablada.
Domingo Martínez Lujan, los hermanos Ernesto y Federico More, José María Eguren, Adán Felipe Mejía, “EL Corregidor”,  Abraham Valdelomar, o César Vallejo; han dejado una gran huella como referente obligado para trascender en la esencia del alma de los que alguna vez pretendimos coger una pluma para trasmitir una actitud, o un suceso, sea ficticio o real, con poética, o sin ella.
Domingo Martínez Lujan, el poeta “Rubendariano” de nuestra poética nacional, fue identificado como la inestabilidad de una frágil barca que va a la deriva, sin rumbo fijo, y sin destino trazado.

Algo de eso escribió Federico More, en su paso por las redacciones del diario “La Opinión Nacional”  

Entre mil novecientos once y mil novecientos doce, La Opinión Nacional, el elegante diario de don Andrés Avelino Aramburú tenía sus oficinas y sus talleres en la calle del Correo, en la zona que hoy ocupa la sección apartados. Todavía no habían llegado a esos talleres los linotipos. Entiento que La Prensa y El Comercio ya los tenían. En La Opinión Nacional, el chivalete seguía siendo rey. Colaborábamos, regularmente Roberto Badhan, Abraham Valdelomar, Félix del Valle, yo y quizá alguien más que se me escapa. A mi cargo estaba la sección "Alrededor de la crónica". Domingo Martínez Luján era de los visitantes habituales; pero no era, no podía ser, colaborador regular. ¿Qué regularidad podía esperarse de Domingo? Pocas veces un hombre ha sido tan dura y trágicamente víctima de los filisteos y de los fariseos, como el pobre Domingo, quizá el primero de nuestros líricos románticos; más grande, sin duda, que ese tambor mayor que fue José Santos Chocano. Pero Chocano era un hombre y un aventurero. Un conocedor de la vida y todos sus recovecos. Domingo era niño, un colegial con vocación de eremita e ignoraba completamente las cosas del mundo. El alcohol lo aprisionó inexorablemente. Y cuando se dio cuenta de que las terribles garras del veneno ya no iban a soltarlo, se limitó a cantar esa alegre elegía que empieza diciendo: "mientras lloren las viñas, yo beberé sus lágrimas". Estos versos salvan a un poeta y consolidan una gloria y una fama. Domingo vivió y murió como un niño mendigo. Nadie supo lo que el Perú tenía mientras Domingo vivió. Nadie supo lo que el Perú había perdido cuando murió Domingo. Dejó una obra trunca y vaga en la que el genio es un relámpago. No le fueron conocidas la piedad y la ternura. Nadie se las brindó.
(Federico More: Andanzas,
Lima, Editorial Navarrete, 1989, pág. 52)

BRINDIS

(Poema de Domingo Martínez Luján)

Dame la lira,
esa que es anacreóntica que pasa;
pero que tiene distensión de nervios
que emiten notas que parecen almas;
dame esa lira
que cantar quiero y en mi vaso escancia
el vino rojo que parece sangre
y mientras canto y bebo, bebe y baila.

Venga la musa
a refrescar un cráneo con sus alas;
no la que en medio al popular tumulto
imita a Orfeo si su numen canta,
sino la musa de mirar lascivo,
de seno eréctil y flotante falda
que en el festín de los paganos dioses
aloja el néctar en las copas áureas.

Y viva el vino
que hace soñar con desnudeces de hadas;
con rostros de doncellas que suspiran
por mancebos que mueren sin besarlas;
y viva el vino porque el vino tiene
notas, latidos, pensamientos y alas...

Mientras lloren las viñas,
yo beberé sus lágrimas.